“Los viejos rockeros nunca mueren”. Vale, puede que sí, puede que no, o simplemente puede que se jubilen y vivan de las pensiones. Corso idolatra a los Rolling Stones, pero quizás más a los verdaderos Stones, los del Rock Circus del 68, los que renacieron una y otra vez desde 1962, los que superaron la muerte de Brian Jones, los que cantaron 'Sympathy for the devil', 'Paint it, black' o 'Wild horses'. No a los que se hundieron en los 70 y los 80 para renacer luego reconvertidos en una imagen de marca que vende nostalgia del rock clásico de los 60 y primera mitad de los 70, que se forran y alicatan las arterias septuagenarias hasta el techo.
Ser fan de los Stones tiene un precio: aceptar su situación de pensionistas dorados, saber todos los discos desde 1982 están forzados por Jagger para amoldarse a los nuevos sonidos. Fue entonces cuando se dieron cuenta, ya en los 90, que no tenían que subirse a la ola: “Somos viejos, carajo, así que a vivir de nosotros mismos”. Eso fue en 1989 con ‘Steel wheels’, un pequeño regreso, una forma de sacar la mano y decir que es lícito vivir de plagiarse, saber que influenciaron a Led Zeppelin y que vampirizaron a Chuck Berry, y que ‘Shine a light’ no es más que la excusa perfecta para una película con Scorssese (llena de viejos éxitos, por cierto) y otra gira mastodóntica más con la que exprimir un poco más de jugo verde al invento.
En 1994 dieron la patada con ‘Vodoo lounge’: sí, eran ellos de nuevo y estaban para quedarse, y entonces The Rolling Stones Ltd ya era una realidad. Por eso, los viejos rockeros no mueren, sólo viven de las rentas. Suerte la suya, porque Hendrix no está aquí para reventarles el negocio con sólo levantar un dedo… pero por algo son Sus Satánicas Majestades (it’s only rock & roll, but I like it, ha ha ha). Por eso lo mejor es que os olvidéis de todo lo salido después de 1975 y os concentréis en lo clásico. Ahí están los Stones, no en los cocoteros de Keith Richards ni en la fábrica de hacer dinero de Jagger.
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